marzo 29, 2012

MAPA DE RIESGO MUNICIPIO DE FUNDACIÓN

Áreas inundables del casco de Fundación

Fundación por encontrarse ubicado a orillas del Río Fundación presenta riesgo de inundaciones en cada época invernal, en razón a que el afluente presenta una altísima sedimentación perdiendo su capacidad de embalse.


Estos son los mapas de riesgo por inundación y deslizamiento del Municipio de Fundación. Las áreas de color rojo es la parte susceptible de inundaciones y deslizamientos:


RIESGOS POR INUNDACIONES




RIESGO POR REMOCIÓN DE MASA


Fundación tiene riesgo de remoción en masa de grado medio. Su zona montañosa es susceptible de deslizamientos, flujos de detritos e intenso carcavamiento asociado. Ese sector presenta un relieve fuerte pero con condición débil inherente o adquirida por acción del hombre. El peligro se debe a que predominan suelos saprolitos, rocas de dureza moderada y rocas duras pero fracturadas.

El color rosado muestra el área de riesgo medio, de posibles de deslizamientos:


PLAN DE ORDENAMIENTO TERRITORIAL DE FUNDACIÓN

marzo 27, 2012

EL TREN DE PALITO



POR: JOAQUÍN ZUÑIGA CEBALLOS

De las cosas interesantes que encontré cuando nos mudamos a la calle de la Cruz (12) con carrera sexta en Santa Marta, fue que el ferrocarril cruzaba a dos cuadras por el lado de la calle y por la carrera a dos cuadras también. 

En el cruce de la calle o paso nivel había una caseta y allí permanecía un empleado de los ferrocarriles, el guardavía, que cuando el tren se aproximaba salía y agitaba una banderola para indicar a los conductores de los pocos vehículos que transitaban en ese entonces que debían detenerse hasta cuando el tren terminara de pasar.

Por muchas advertencias que nos hicieran en casa siempre nos atrevíamos a corretear por entre los rieles saltando por los durmientes. 

Muchas veces nos quedábamos sentados sobre las piedras a un lado de la vía viendo pasar la interminable cadena formada por los vagones de carga colorados que traían racimos de guineo verde para el puerto. 

El fuerte trepidar del paso de esos vagones sobre las uniones de los rieles hacía temblar la tierra y nos producía cierta opresión en el pecho. Había trenes que tenían más de cien vagones.

Cuando el tránsito automotor aumentó, la hilera de carros en la calle esperando que terminara el paso del tren también se hizo interminable. Ante el aumento de vehículos y la frecuencia del paso de los trenes cargados, fueron instaladas las barreras. Consistían éstas en una palanca larga fijada a un eje por un extremo. Cuando se acercaba el tren era bajada y quedaba cruzada a lo ancho de la calle para impedir el paso de los vehículos. El guardavía era el encargado de bajar y subir la barrera desde la caseta.

El tren pasó, pero nunca se fue de la región y mucho menos de los corazones de cientos de magdalenenses que disfrutaron del ruido de las locomotoras, de los gritos de los vendedores de helados de palito, refrescos y empanadas; de las ráfagas de aire cálido que parecían tumbar las ventanas de los vagones y que por momentos apaciguaban los 36 grados de temperatura que alcanzaba el clima que enloquecía a más de un viajero.

En la mente de muchos permanecen los paisajes marcados por los matices cálidos, el despertar y la puesta del sol en medio de las plantaciones de banano camino a Fundacion y que revelaban su colorido al escuchar el silbo que anunciaba una fiesta: la llegada del tren.

Ver también: Ferrocarril de Sta Mta.

Al ritmo de locomotoras

Viajar en tren era como estar al lado de la novia a toda hora, el tren primero era de vapor a base de leña; la locomotora dejaba una estela de humo cuando aceleraba, que lentamente se desvanecía en el cielo. El pito del tren movilizaba hasta a los muertos.

Muchos colombianos comenzaron a querer los trenes desde 1957, cuando el presidente Gustavo Rojas Pinilla le regaló a cada niño un ferrocarril y una locomotora de cuerda, también por ese cautivador sonido: "pu, pu, pu”, que generaba tantas emociones.


La gente de pie en las estaciones, las empleadas del servicio buscando diversión en su día libre y las familias paseando con sus hijos las tardes de domingo. Estas imágenes se mezclan con los recuerdos que la nostalgia de tan gratos recuerdos.

Muchas veces las cabinas llegaban llenas de Guineo, plátano, yucas, y otros alimentos de pan coger. Pero también de ganado, cemento y materiales de construcción. 

El tren llegaba con una algarabía, la bandera roja se agitaba anunciando que el maquinista se detendría. Sus pasajeros presurosos y calurosos descendían, mientras otros aguardaban para ingresar.

El ferrocarril era muy importante para la región y eso muy pocos lo recuerdan, jalonó la economía de la región y propició el nacimientos de nuevos poblados, como el de Fundación, a quien además de vida le llevó progreso y le dinamizó su comercio, atrayendo además a muchos extranjeros y personas del interior del país que generaron riqueza y trabajo en esa comarca.

Los pasajeros fieles

El tren de palito, que llevaba carga y dos coches con pasajeros; luego el autoferro y por último el de lujo, el medio de transporte de cientos de familias que planeaban ir a Bogotá o Medellín en temporada de vacaciones; la locomotora pequeña que todos los maquinistas querían tener a su mando, y los de carga, que transportaban ganado, caballos, cebada, arroz, madera y carbón.

Todas estas máquinas circulaban con la lentitud de su peso por los rieles que comunicaban a estaciones como la de Santa Marta, Ciénaga, Río Frío, Sevilla, Aracataca y por ultimo Fundación, de donde se regresaba. Años más tarde se conectó con el ferrocarril del atlántico y se dinamizó el intercambio con poblaciones como Gamarra y Barrancabermeja.

Recuerdo los juegos y travesuras entre rieles y polines, entre vagones llenos de mercancía que venía y que iba, donde muchos niños jugaban a las escondidas. 

Fin de la leyenda

Los trenes archivan toda clase de historias. Como la de Beatriz Martínez, que tuvo que viajar durante más de 12 horas con un diminuto pedazo de hierro en uno de sus ojos, luego de fijar la mirada en la carrilera, o como la de Olga Lucía Hernández, que por estar comprando pescado en la estación de Puerto Wilches, perdió el tren y con él se fueron los regalos de navidad que le había comprado a sus hermanos.

Cuando las máquinas se descarrilaban, podía durar hasta una semana el proceso de arreglar los rieles.

Si las anécdotas de un viajero tienen valor, las de un maquinista aún más. Rodrigo Monsalve Porras asegura que muchas veces fue testigo de cómo se subía una cuadrilla de la guerrilla al tren pidiendo que los acercaran a otros municipios, y cómo en algunas paradas más adelante, miembros del Ejército le pedían el mismo servicio.

Finalmente, en 1992, esta importante empresa nacional cerró sus puertas para los viajeros y trabajadores. En total, los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, FCN, dejaron muchos años de historia, que para muchos es imposible de olvidar.


TIPOS DE TRENES

EL ESPECIAL Y EL ORDINARIO

Por la mañana temprano salía el tren de pasajeros llamado "el especial", con destino a Fundación, parando en Ciénaga, Sevilla y estaciones intermedias. 

Eran halados por una locomotora de vapor, color negro, que resoplaba por los lados al movimiento de los pistones y expelía humo por la larga chimenea, seguían los vagones de pasajeros. Eran éstos hechos en madera sobre estructuras metálicas, pintados de verde. 

Se distinguían tres clases: 

De primera: dotados con sillas de dos puestos, con cojines abullonados y espaldares desplazables, que permitían cambiar el sentido de la orientación, ya sea con vista hacia delante o hacia atrás, lo cual hacía posible que dos sillas quedaran de frente entre sí. 

De segunda: contaba con sillas de dos puestos, con espaldares fijos y fondos en madera. 

De tercera: tenían una larga banca de madera a cada lado en la que debían acomodarse los pasajeros. Este tren regresaba de Fundación en las horas de la tarde y recibía el nombre de "el ordinario".


Vagón para pasajeros de 1ª y 2ª clase


TREN DE PALITO

Otro de los trenes era el llamado "Tren de Palito" que llegaba hasta Gamarra y era mixto; esto es, de carga y de pasajeros. Se llamaba de palito porque los asientos eran de madera, incómodos y por ello el pasaje mucho más baratos.

EL AUTOFERRO

Autoferro de la división del Magdalena

A partir de 1961, con la integración del Ferrocarril del Magdalena a la red del Ferrocarril del Atlántico, comenzó a operar el Autoferro con destino final Bogotá. 

Se denominaba autoferro por tener la apariencia de un autobús urbano sin llantas, que se movía electroneumáticamente consumiendo 1.10 galones de ACPM por kilómetro.

Ver también: Autoferro de Bucaramanga

El TREN DE LUJO


A mediados de los años 60s, el entonces gerente de los Ferrocarriles Nacionales, Javier Fernández de Soto, inauguraba el servicio de trenes de lujo entre Medellín y Santa Marta, bautizado como “El Expreso del Sol”. Lo mismo para Bogotá. Para la época, este servicio era todo un espectáculo.

El expreso del Sol que partía desde Medellín hasta Santa Marta, salía desde la estación del ferrocarril en el Parque de Cisneros, donde al frente funcionaba la plaza de mercado, lo cual hacía del lugar algo aún más pintoresco.

El viaje estaba programado para 24 horas y salía tipo 4 de la tarde y se iniciaba con un largo silbido de locomotora, lo cual era la señal de arranque, de modo que se estaba pasando por el túnel de la Quiebra a eso de las ocho de la noche, después de haber pasado por unas pequeñas estaciones.

La aventura de atravesar el túnel era todo un suceso y esos casi 10 minutos de oscuridad, oyendo el sonido de la locomotora y los coches, ese tradicional y lejano chucu chucu chucu, le daban a la travesía un encanto espectacular y un poco tenebroso. Del otro lado, esperaban una nube de venteros ambulantes que ofrecían todo tipo de viandas.


Se continuaba el viaje hasta llegar pasada la media noche a Puerto Berrío, atravesando el río Magdalena y dirigiéndose prontamente hacia Barrancabermeja, a partir de la cual el calor se hacía cada vez más intenso. Continuaba luego pasando uno a uno una infinidad de pueblos y puebluchos que hacían del viaje un ejercicio encantador y la oportunidad de estirar los pies cuando se hacía alguna breve parada para bajar o recoger pasajeros.

El tren contaba con un vagón comedor donde uno podía disfrutar de desayuno, almuerzo y comida, así como de gaseosas y mecato para entretener recorrido. Ya desde esa época se habla del tramo inseguro alrededor de Gamarra, pues la guerrilla acechaba.

Finalmente, cansados, sudados pero felices, pasábamos por las bananeras, lugar donde los mayores comentaban sobre la matanza que allí ocurrió y mientras esta historia concluía, comenzábamos a divisar el anhelado mar, y a eso de las seis de la tarde, estábamos llegando a Santa Marta.

En los últimos años del ferrocarril era común ver a personas que corrían de un lado para otro esperando ‘El expreso del Sol’, que iba y venían de Bogotá y Medellín, con pasajeros cargados de maletas, unos huyendo de la pobreza y buscando nuevos horizontes y otros a disfrutar de nuestras playas.

En el tren de lujo existía un pasaje de mayor valor donde se disfrutaba de comida, buena música, bailes, y las literas…

Existieron  otros trenes de lujo que fueron muy famosos y que salían desde Bogotá a Santa Marta, con muy pocas paradas: el Nutibara, el Tayrona y el de Hielo. 

Me encantaba ver cómo los cadeneros se pasaban de un vagón a otro y a veces caminaban sobre el techo del tren. No sabía cuál era su misión, pero uno los veía todo el tiempo en esa labor. 

Lo más impresionante en el viaje de este tren era constatar la transformación de los acentos a medida que se dejaban atrás las estaciones del interior y se entraba a la Costa: “Cuando aparecían los platanales interminables del Magdalena, y de la boca de niños, de todos los tonos de negro, indio y blanco imaginables, ofreciendo para despertar a los viajeros "boooooli, boliboli; areeepaaa’ ehueeevoooo…". El mar olía desde mucho antes de poderse ver, el tren que no descansa en su chanchán, y la emoción de ver la raya en el horizonte y tratar de discernir si era cielo o mar”.

LAS ESTACIONES DEL TREN

Primera estación de Santa Marta

Los trenes de pasajeros partían de la Estación de Santa Marta, que era en los años 60s un edificio verde con blanco, que estaba al lado sur de la vía entre carreras 3ª y 4ª y con entrada por la calle 10 B. Luego llegaba a Ciénaga, pasaba por Río Frío, hacía una parada en Sevilla y continuaba hasta Aracataca y por último Fundación.

Antigua Estación de Fundación
1923 - 1967

En Fundación el tren ingresaba por lo que hoy es la calle 3, y la estación estaba ubicada en donde hoy queda el almacén Tornifrenos, cerca del mercado público.

Esta estación al igual que las otras de la zona bananera, fueron construidas con el estilo americano de la época, aquella arquitectura simple, donde la 
fachada principal posee un techo de zinc que ha dado muestras de perdurabilidad, inclinado a dos aguas, con paredes de madera, techos altos y ventilados, de dos plantas y con una superficie cubierta más bien extensa de aspecto propio de una típica vivienda familiar.

Estación de Sevilla
Se encuentra muy conservada


En Santa Marta el tren con los vagones colorados y cargados con guineos verdes, seguía en línea curva a la derecha hasta llegar al puerto para ser descargado. 

Los trenes de pasajeros al llegar quedaban con la locomotora en dirección a occidente, de modo que para un nuevo viaje debían cambiar de sentido. 

Utilizando de los mecanismos de cambio de vías continuaban la marcha por un ramal hacia la izquierda hasta llegar próximos a la calle de la Cruz o 12, de ahí regresaban en reverso y por maniobras de los cambios de vías lograban ponerse en posición de partida.


Vídeo sobre el Expreso del Sol

El Último viaje 
del Expreso del Sol

Nota:

Fundación está en mora de proteger su memoria histórica,  es urgente que se declare como patrimonio histórico, arquitectónico y cultural, las edificaciones más emblemáticas que posee la ciudad, las cuales gracias a la providencia aún se conservan, aunque algunas con amenaza de deterioro y destrucción, como: La Antigua Estación del Ferrocarril, La Primera Casa de Fundación, conocida como Villa María, el Teatro Variedades.

Con esta decisión por parte del Concejo Municipal, de la Alcaldía Municipal o en el mejor de los casos por el Ministerio de Cultura, éstos bienes dejarían de ser comerciales, registrándose esta determinación en la matricula de estos inmuebles en la oficina de registro de  instrumentos públicos.

Sus propietarios los conservarían con auxilios del tesoro publico o vendérselos al estado para que lo destine a la promoción patrimonial y cultural de Fundación.

1986: Último viaje del autoferro Neiva - Villavieja - Bogotá a su paso por el puente Golondrinas, entre Huila y Tolima.


Autoferro del Pacífico

Cali - Popayán







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EL FERROCARRIL DEL ATLANTICO

Ferrocarril de Santa Marta (1881-1906)
Ruta: Santa Marta - Ciénaga - Aracataca - Fundación


 Locomotora Nº 11, del Ferrocarril de Santa Marta

El Ferrocarril de Santa Marta es el proyecto férreo que nace con el propósito de conectar el puerto de Santa Marta con el Río Magdalena, empezó a construirse en 1882 y después de 5 años de construcción llego a Ciénega;en 1906 se prolongó hasta el Río Fundación en la finca Buenos Aires (hoy corregimiento de Buenos Aires), pasando por Aracataca a través de la Zona Bananera. 



En 1911, luego de construido el puente sobre el Río Fundación, llega a la Envidia (futuro Fundación), este lugar fue destino final por muchos años hasta que fue construida la red nacional a la que fue interconectada.


En 1933, el ferrocarril pasó a manos del estado, y este le dio el nombre de Ferrocarril del Magdalena, y en junio de 1947, el estado lo incorporo a la red nacional y luego al Ferrocarril del Atlántico en 1961.


 
Vagón para el transporte de Gineos propiedad
 del Santa Marta Railway Company United



FERROCARRIL DEL ATLÁNTICO

Por: Carlos Sanclemente.
Tomado de: Revista Credencial Historia.
(Bogotá - Colombia). Agosto 1999. No. 116




Construcción de una viga para el puente
de Puerto Berrío, en el Ferrocarril del Atlántico.
Fotografía de Paul Beer, 1961.



Presidende Alberto Lleras Camargo
Inaugurando el Ferrocarril de Antioquia 1961. 
Desde el final de los años veinte surgió la inquietud de vincular las redes férreas del Pacífico con las del centro del país como un propósito nacional.


En efecto, en 1929 se dio inicio a la construcción del túnel del cruce de la cordillera en la ruta Ibagué-Armenia, que algunos años después se suspendió ante las dificultades geológicas y las penurias fiscales.

marzo 20, 2012

EL FERRY DE BARRANQUILLA


Río Magdalena, déjame vivir, déjame morir sobre tus arenas…
Esthercita Forero

Por las ventanillas abiertas de los vehículos parqueados en una larga hilera pasaba un variopinto desfile de vendedores de loterías, casetes piratas, empanadas, chicharrón con yuca harinosa, gaseosas y toda suerte de hippies y rebuscadores profesionales varados en la carretera pidiendo “una pequeña colaboración” para proseguir por los caminos de Colombia. Antes de arribar al embarcadero, ya dentro de su dársena, el ferry soltaba un largo pitido anunciando su inminente llegada, acelerando el pulso de conductores y pasajeros.

Todos atentos a esperar la maniobra de amarre de la nave y la humareda del desembarco ruidoso. Expectantes los viajeros a cruzar en el largo planchón de acero con motor el impetuoso Río Magdalena para ganar la otra orilla, dejando la silueta de edificios de Barranquilla con sus barcos perdida cada vez más en el horizonte, devorando la cinta azul de la carretera cercada por manglares, el agua y las altas torres de aluminio que conducían la electricidad regional. Escasos 50 minutos del trayecto entre Barranquilla y Ciénaga que contrastaban con las penurias del mismo viaje en un pasado no tan lejano.


Navengando la historia. En la primera mitad del siglo XX el servicio entre Barranquilla y Ciénaga era prestado por lanchas que partían del malecón Rodrigo de Bastidas, en la Intendencia fluvial, en horas nocturnas. Cruzaban, ronroneando pesadamente el motor, en un periplo de 8 horas pletórico de mosquitos, por un universo acuático de caños, esteros, ríos y ciénagas, arribando cuando clareaba el día a los muelles cienagueros, donde aguardaba el ferrocarril con sus pitidos largos de partida.

En 1956 se iniciaron las obras de construcción de la carretera entre Ciénaga y la ribera oriental del Río Magdalena (hoy Palermo), las cuales culminaron en 1960 dejando atrás las jornadas nocturnas de navegación. La nueva vía, con un trazado no precisamente técnico, taponaba corrientes de aguas con la consecuente mortandad posterior de la flora y la fauna, pero por lo menos suponía como ventaja un acortamiento sustancial del viaje, reduciéndolo a dos horas, con el agravante del trasbordo en el Río de los vehículos hacia su destino en Barranquilla. Fue allí donde apareció la solución de los ferries.

La empresa inicial que prestó este servicio de transporte fluvial fue la Marchena. Tenía unos pequeños ferries con un atracadero en el Terminal de Barranquilla, en el extremo de la dársena sur. Desde allí cruzaban el Magdalena hasta un muelle ubicado al interior del caño Clarín, en Los Cocos. Posteriormente, el Ministerio de Obras Publicas, a través de los Ferrocarriles Nacionales, ingresa a prestar el servicio con los ferries Magdalena, de 400 toneladas; Caribe, de 616; Atlántico, de 520, a los que se sumaría el Marchena, de 250.

Pasando el tiempo. Coincide el esplendor de los ferries con la construcción de edificios en el balneario El Rodadero desde la segunda mitad de la década de los sesenta, con el consecuente desplazamiento de barranquilleros hacia ese sitio turístico. A ello se sumaba el creciente tráfico con el interior del país y la apertura de la carretera Troncal del Caribe bordeando el litoral de la Sierra Nevada hasta La Guajira y Venezuela.

Nada raro ni extraño que ambos lados de las riberas del Río Magdalena se formaran colas de automotores que en ocasiones tenían una longitud de 4 kilómetros. Y que se desarrollaran maneras de pasar el tiempo mientras se esperaba el trasbordo. El embarcadero escogido en Barranquilla fue un camino que partía de la vieja carretera a Soledad, en uno de cuyos puntos se construyó uno de los primeros moteles para el amor con nombre heroico de barco: el Normandie. En la medida en que crecía la cola de vehículos, sobre todo los fines de semana, deambulaban durante varias horas pasajeros y tripulantes de los vehículos aprovechando el rato para internarse en una de las espontáneas cantinas a beber cervezas embelesados con rancheras y una que otra salsa que se colaba en los picós, creando una auténtica atmósfera de feria.

El olor de las fritangas se colaba por las rendijas de los vehículos acicateando el hambre en las horas del mediodía, momento cumbre tropical en donde la temperatura desbordada podía calcinar un huevo sobre el pavimento de tierra apisonada y solo sobrevivían los aventurados que preferían el refugio de los abanicos en los tenderetes apurando bebidas frías. Detrás de los improvisados cambuches se mudaron sus propietarios y así, lentamente, se fue formando el barrio El Ferry. Un universo aparte de la ciudad que corría cercana a otros ritmos, una especie de islote de espera en la ribera de la Magdalena supeditada al vaivén incesante de las embarcaciones.

Los ferries solo cobraban a los vehículos, así que cualquiera con ínfulas de turista podía embarcarse para disfrutar el viaje de casi 35 minutos entre orilla y orilla. Fue un paraíso soñado para los estudiantes ‘leveros’, los evadidos de sus colegios, decididos a gozarse del champú supremo de las brisas del Río, escondidos convenientemente en los pisos altos de las embarcaciones.

También de las parejas que pretendían disfrutar de un momento romántico contemplando el esplendor natural de aguas y cocoteros. El primer piso de los ferries estaba dedicado al parqueo de los vehículos, en el segundo estaba dispuesta alguna silletería de madera con venta de cervezas y gaseosas y, en el tercero, el comando del buque con su timón.

De ese segundo y tercer piso de los ferries saltaron, con suerte y sin ella, varios suicidas. En un definitivo encuentro acuático final, perdidos en la líquida turbulencia ocre, boyando tristes de vida hacia Bocas de Ceniza. Una noche ocurrió un memorable episodio de terror. Llovía a cántaros. La brisa destechaba tenderetes y todos se ponían a salvo en donde hubiese posibilidad de refugio.

El agua se colaba por todos los intersticios. La luz eléctrica titilaba mientras los cables eran mecidos por la furiosa ventisca. El ferry Magdalena estaba en ese momento cruzando el Río. En su afán de evadir los vientos que bamboleaban la embarcación con furia, el piloto le puso toda la potencia al motor cruzando el timón al máximo para enderezarlo, con una mala fortuna por partida doble: se apagó el motor, estropeándose la dirección quedando al garete la embarcación en plena oscuridad. Gritos. Pitos incesantes.

Llamadas de auxilio por radio. Pánico en los embarcaderos ante la realidad de la peligrosa noticia. Salieron en la búsqueda del ferry sin control barcos y lanchas para evitar que se volcara y hundiera, o, en el peor de los casos, llegara raudo a las temibles Bocas de Ceniza. Fue rescatado con angustias y sin mayores percances para los aterrados miembros de su tripulación. Alguna vez, también en uno de esos aguaceros tropicales en pleno Río, un bus mal amarrado se fue al fondo del Río. “Sin ninguna tragedia que lamentar”, titularía la prensa al día siguiente el suceso, ya que por precaución los pasajeros tenían por costumbre recorrer las distintas secciones del ferry en su travesía, y al momento del percance de la hundida del automotor este se encontraba sin ocupantes.

Así como los mágicos tenderetes a la vera del atracadero del ferry llenaban sus minúsculos espacios con los pasajeros evadidos de la fila de vehículos, con la misma pasmosa prontitud quedaban vacíos. Solo bastaba que sonara el pito sordo de la embarcación anunciando su partida para que todos, prestos, encendieran sus motores al mismo tiempo para el abordaje. La frase más común era: “¡Corre que te deja el ferry!”.

Fin de los cruces. La era de los ferries cruzando el Magdalena para llegar a Barranquilla terminó por sustracción de materia. La Ley 113 de 1962 que impulsaba la construcción del puente, un proyecto de Alberto Pumarejo, comenzó a hacerse realidad como obra de ingeniería durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo. Fue terminado en 1974 e inaugurado el 6 de abril de ese año por el presidente Misael Pastrana, todo sonriente, como siempre, con bombos y platillos, cortando la simbólica cinta en compañía de su señora esposa.

Los Barranquilleros despidieron el último viaje de Ferry Atlántico
6 de abril de 1974

Eso sucedió a las 5 de la tarde. Desde la una de ese mismo día 6 de abril, se habían cancelado los viajes de los ferries. En 1973 cruzaron el Río 359.134 vehículos con un promedio de 984 diarios. El presidente Pastrana se montó a las 3 de la tarde en el ferry Atlántico para su último viaje de servicio en Barranquilla. La comitiva desembarcó en el kilómetro cero para el inicio de los actos protocolarios de inauguración del puente sobre el Río Magdalena.

A las siete de la noche, el puente se abrió oficialmente al tráfico vehicular. Acto seguido, llevaron las naves a un muelle provisional mientras les encontraban otros destinos. Una fue deshuesada por invencible vejez. Los otros dos sobrevivientes volvieron a prestar servicios en los tramos de los puertos de Salamina y Plato.

Esta vez los que se marcharon para siempre sin mayores afanes fueron los ferries.

Por Adlai Stevenson Samper, El Heraldo, Marzo del 2012








El Puente Pumarejo 

Uno de los retos más importantes de la ingeniería, sin lugar a dudas, es el diseño y la construcción de puentes, tanto por la complejidad estructural y constructiva de los mismos como por su aporte en la consolidación de las dinámicas regionales. Salvar una orilla, lleva consigo la oportunidad de unir a los pueblos, de generar sincretismos culturales, de adicionar territorios y de integrar la nacionalidad.

Estos propósitos se lograron en 1974 con la construcción del puente sobre el río Magdalena entre la isla de Salamanca y la ciudad de Barranquilla, porque permitió integrar la red vial del Caribe colombiano.

El puente, como objetivo de desarrollo regional, comenzó a viabilizarse a partir de la ley 113 de diciembre 29 de 1962, que facultó al gobierno nacional para que iniciara los trámites jurídicos legales y de hacienda que permitieran su construcción.

El viernes 5 de agosto de 1966, dos días antes de terminar su gobierno, el presidente Guillermo León Valencia adjudicó el contrato a la empresa Cuéllar, Serrano, Gómez, Ltda. para la construcción y diseño del puente sobre el río Magdalena, contrato que fue revocado por el presidente entrante, Carlos Lleras Restrepo, aduciendo inconsistencias técnicas, financieras y legales.

Sin embargo, después de ser revisada la propuesta y los documentos pertinentes por varias comisiones técnicas y políticas, finalmente se firma el contrato el 1 de julio de 1970 con el consorcio formado por Cuéllar, Serrano, Gómez, Ltda. y la empresa de ingenieros italianos Lodigrani S.A, por un valor de $143'200.000 y un plazo de entrega de 30 meses.

El puente Pumarejo (denominado así en honor de su gestor político Alberto Pumarejo) aunque su nombre oficial y legal es Laureano Gómez, fue diseñado por el profesor italiano Ricardo Morandi, autor del puente Rafael Urdaneta sobre el lago de Maracaibo, para una capacidad de 1.500 vehículos hora. La longitud de orilla a orilla es de 1.500 metros e incluyendo las vías de acceso la obra contemplaba 3.383 m de longitud. Los pilotes alcanzan profundidades hasta de 30 m sobre el lecho del río y fueron construidos en concreto armado con un promedio de 1.80 m de diámetro. En total, el puente se sostiene sobre 56 columnas que forman 29 tramos de luces en vigas prefabricadas de 47 metros; una luz mayor de 140 y dos adyacentes de 70 m conformadas por vigas cajón que se soportan sobre cuatro apoyos rígidos (las columnas) y cuatro apoyos elásticos (los extremos de los tirantes recubiertos de concreto). Las columnas mayores son de 5 metros y las menores de 2.5 metros de diámetro. El ancho de la calzada es de 12.5 m, y la altura máxima sobre el nivel de las aguas del canal de navegación es de 16 metros.

Si bien es cierto que para la alternativa de localizar el puente frente a la Zona Franca de Barranquilla se contemplaba una altura de 40 metros sobre las aguas, también era cierto que costaría 40 millones de pesos más, por lo que en definitiva la administración Lleras Restrepo optó por lo más económico. Sin embargo, hoy los empresarios barranquilleros aún alegan que con esta altura se limitó el crecimiento portuario de la ciudad.

En la construcción del puente Pumarejo se utilizaron las técnicas más avanzadas que existían en ese entonces. Para ello se prefabricaron las losas de las calzadas; se hincaron 332 pilotes a profundidades de 20 a 30 m; se construyeron las grandes vigas de hasta 120 toneladas de peso por el sistema de cables pretensados; se utilizaron formaletas deslizantes tablaestacados de acero para la fundición de las columnas, viguetas prefabricadas y todo un soporte de grúas, barcos, andamios y centrales de mezcla.




 El 6 de abril de 1974 el presidente Misael Pastrana Borrero lo inauguró. Una obra en la que 500 operarios habían invertido 3'400.000 horas de trabajo y permanecido 42 meses en su proceso de construcción. A partir de esta fecha cambió sustancialmente la dinámica regional costeña y quedó modificado para siempre el paisaje del río Magdalena, compartiendo su perfil de ahora en adelante con la silueta geométrica de una de las obras más importante de la ingeniería colombiana del siglo XX.

Pastrana en la Inauguración



marzo 19, 2012

EL PERRO NEGRO: ARACATACA



El 19 de marzo del 2012 partió uno de los hijos más queridos de Aracataca y de la región: Antonio Jaramillo conocido popularmente como Perro Negro.

Murió a la edad de 82 años, había estado enfermo durante varios meses y hoy su sufrimiento terminó.

El Perro Negro empezó su vida como músico cuando todavía era un muchacho, pero debido a su enfermedad tuvo que dejar de tocar pocos meses antes de su último aliento. Fue compositor y cantor popular de la región, además presumía de tener 39 hijos con cuatro mujeres.
El gran numero de nacionales y extranjeros que trajo el tren del Ferrocarril de Santa Marta a la entonces cosmopolita Aracataca, propició un encuentro de nuevas costumbres y mestizaje, enriqueciendo la cultura de esta región.

De la caribeña isla Juana, nos trajo el tren, el son cubano para enraizar y generar nuevos grupos. Antonio Jaramillo, «El Perro Negro», fue un fiel intérprete de ese mestizaje que heredó de Ciro, Cueto y Miguel los cantos de La Loma y del Oriente cubano.

Paz en la Tumba de un grande de la cultura de nuestros pueblos !

El link abajo te lleve a una de sus canciones más famosas

La Muerte del Perro Negro:






De corazón en corazón

Por Salud Hernández-Mora


El ‘Perro negro’ y sus hijos.


RELATO DE UN VIAJE A LA TIERRA DE GARCÍA MÁRQUEZ. 

Le dicen el ‘Perro negro’ y su lista de amores es larga. Tan larga como las parrandas de doña Juana Bolívar. La periodista Salud Hernández-Mora pinta un magnífico fresco de algunos personajes emblemáticos de la Aracataca del Nobel, a quien acompañó en el viaje de regreso a su tierra.


Martes 19 Junio 2007


El sol aprieta desde que despunta. Al mediodía, el calor aplasta hasta la voluntad. Solo los lugareños, los platanales y las robustas palmeras africanas parecen soportar sin esfuerzo el clima sofocante de la región que alberga a Aracataca, la Zona Bananera y Ciénaga, algunos de los territorios donde debieron vivir los Buendía y cuyas gentes sirvieron de inspiración al Premio Nobel colombiano para sus Cien años de soledad.


Los lugareños no creen que Dios favoreciera a Gabriel García Márquez con una portentosa imaginación. Todo lo que escribe en la novela que el autor mexicano Carlos Fuentes comparó con Don Quijote está en las entrañas de esas tierras bananeras, fértiles y ardientes, del departamento norteño del Magdalena, habitadas por hombres de sangre templada, moral distraída y cuerpo parrandero. Sus mujeres poseen una belleza cautivadora, son permisivas y laboriosas, dispuestas a mirar para otro lado y perdonar los muchos pecados de alcoba de sus machos. Gabo, cuentan sus paisanos, se limitó a relatar con un estilo literario sublime lo que vio en su niñez y juventud o le contaron.


El ‘Perro negro’, que sólo leyó algunos pasajes de la obra, está convencido de esa teoría y piensa que él es un ejemplo palpable. Como parte y esencia del paisaje costeño, el clima abrasador nunca le restó un ápice su pasión desbordante ni le alteró su rutina amorosa.

Procreó treinta y nueve hijos pero no se conforma con la extensa prole que le regaló Dios. Le gustan los números redondos y, además, siente que en su corazón aún hay cabida para otro amor. A sus ochenta y dos años, no pierde la esperanza de llegar a los cuarenta retoños antes de que se lo lleve la parca.

Por eso rondó durante doce largos meses a una joven de su tórrida Aracataca natal, con el ímpetu de un adolescente perdidamente enamorado. Le llevaba pequeños detalles a su lugar de trabajo, la piropeaba, se ofrecía para cargarle lo que llevara encima y le cantaba serenatas nocturnas. Pero ella no cedió. Aun así, el Perro no perdió la sonrisa ni abandonó su empeño. Está convencido de que aparecerá otra muchacha bonita dispuesta a aceptarlo.

“Cierto que todavía voy a tocar otras puertas. Pero soy juicioso y vivo con la misma mujer de toda la vida”, comenta, para añadir que también ha sido fiel a las otras dos señoras con las que ha convivido durante décadas de forma abierta, a la luz de sus vecinos. “Por acá es costumbre”, indica tranquilo.

Al igual que hacía Aureliano Segundo, que dividía su vida entre su esposa legítima, la frustrada Fernanda del Carpio, y su amante, Petra Cotes, el ‘Perro negro’, apodo que le pusieron a Toño Jaramillo por una noche de juerga en que se le cruzó un can de ese color, supo repartir su tiempo entre las distintas mujeres con las que compartió existencia, con una equidad salomónica.

Alicia Ellis ya falleció, pero mientras seguía sobre la Tierra recibía a su amante todas las noches después de la cena y lo tenía con ella hasta las dos de la madrugada. Luego dejaba esa cama para meterse en la de Juana Bautista y cuando despuntaba el sol, regresaba al hogar oficial para desayunar con Gloria Escalante y el resto de la familia. Además, tuvo relaciones con Romelia Borrego, Jenis Gómez y Alicia Urbina, y las enumera seguro de no dejar a ninguna fuera e insinuando que las quiso por ese orden. Cita cada nombre con cariño, como queriendo dejar claro que ninguna fue una aventura pasajera; quienes lo fueron, abandonaron hace rato su memoria.

“Hay mujeres que le toman el paso a uno. No hay que pelarse con las mías. Cuando salgo para otra casa, Gloria sabe que me voy para allá. Si necesita algo, me manda llamar. Por la mañana voy luego donde las otras y doy una vuelta, ¿cómo amaneció?, les pregunto. Es sabroso que sean así porque uno permanece fresco, sin peleas”.

En ocasiones las dejaba a todas para parrandear en casas ajenas. Una de las que gozaban de mayor prestigio en Aracataca y los alrededores era la de doña Juana Bolívar, quien forma parte del alma macondiana. La mayoría de las fiestas comenzaban sin motivo reseñable, solo porque alguien llevaba una caja de botellas de ron de caña o de whisky, y terminaban varias jornadas más tarde, cuando los hombres agotaban las existencias y nada se rascaba el bolsillo para mandar por más bebida.

Juana no tuvo hijos pero sí un marido, funcionario municipal, que la quiso y la respetó. Para llenar sus días, entregó una parte de su corazón romántico a alcahuetear amores furtivos si bien hoy día, a la altura de sus ochenta y seis años, prefiere hablar de la excelente anfitriona que fue y de la decencia de las mujeres que llegaban a alegrar las parrandas.

“Llevo cincuenta y siete años viviendo en esta casa que antes era de barro y caña brava”, recuerda la mujer, mientras sigue de reojo la partida de dominó que juega todas las tardes en su terraza con dos amigos de vieja data. Llegó a Aracataca con su familia de jovencita, procedente de un caserío del mismo departamento, a lo que entonces era un poblado que bullía. “Había un desorden muy grande con la plata; entonces había mucha, mucha, la recibían en costales y enseguida, a parrandear”, rememora con una sonrisa que descubre una dentadura gastada. “La que botaron en aquellos tiempos, la estamos hoy necesitando”.

Cuando los hombres aparecían en el umbral de su puerta, con el cuerpo alegre, dispuestos a correrse una buena juerga, doña Juana se ponía a cocinar como loca las viandas necesarias para saciar el hambre de los invitados y empapar el alcohol de los borrachos. “Dábamos sancocho con todo: carne de cerdo, de res y gallina; lo preparábamos cuando se les antojaba, así fuera a las doce de la noche. Les colocaba hojas de guineo como mantel, solo les daba cuchara de palo y servía en totumas, por la cantidad de gente que llegaba”. Pero el licor era de primera, “puro whisky del bueno, del legítimo, nada de trago barato”.

La casa mejoró y fue creciendo con el pasar del tiempo, como la de Úrsula, la inagotable matrona de Cien años de soledad, sin llegar nunca a convertirse en la mansión de los Buendía cuyo comedor podía albergar a más de veinte comensales cómodamente sentados. Pero era espaciosa, lo suficiente para acoger a todos lo que se apuntaban al improvisado festejo, incluidos los grupos musicales que lo amenizaban al son de vallenatos acompañados de acordeones, guacharacas o guitarras. Y, lo que era aún más importante, estaba abierta a la doble vida de los hombres, como la que tenía Petra Cotes, la eterna amante del Macondo de García Márquez.

“Los hombres traían a sus amigas, que no eran lo que usted piensa. La casa se llenaba de rumba y cuando alguien se cansaba, les tendíamos hamacas; dormían y cuando se despertaban, volvían a parrandear”.

Era tanto el dinero que corría en los años en que las compañías bananeras norteamericanas invadieron la región con sus empresas y la irradiaron de un progreso ilusorio, que había quienes “asoleaban la plata en el patio para que no se humedeciera”, porque no era costumbre guardarla en los bancos.

“Para bailar la cumbia, en lugar de llevar en la mano una velita, quemaban dólares”, explica doña Juana.

“El pueblo estaba tan bueno, que venían en el tren a parrandear muchachos elegantes de Ciénaga (la población que fuera más rica e importante que la misma capital del departamento de Magdalena)”, al igual que ocurría en Macondo cuando arribaban forasteros de todos los rincones de la comarca, hasta que la enfermedad del insomnio, la guerra y los cuatro años de lluvia ininterrumpida, entre otras tragedias, la sumieron en un abandono irremisible.

El mismo que sufrió Aracataca y toda la región bananera al marchar las compañías gringas, idéntico al que en ocasiones siente doña Juana desde que enviudara en 1974 de un marido que nunca buscó otras mujeres para que le hicieran los hijos que ella no pudo darle.

“Cada día vienen los vecinos un rato a acompañarme en mi soledad”, dice, dejando asomar un atisbo de tristeza, y remata con una ficha doble la cotidiana partida de dominó de los tres amigos reunidos bajo la sombra de su terraza.

Doña Juana no deja descendencia que siga su tradición pero Toño Jaramillo, el ‘Perro negro’, como el coronel Aureliano Buendía, lega una camada de jóvenes fornidos y rostros calcados al del progenitor y tan mujeriegos como él, al menos de alma. El clan no hace pescaditos de plata artesanales, sino muebles y puertas. El patriarca y ocho de sus hijos, de diferentes madres, trabajan en el taller de ebanistería que abrió varios lustros atrás. Otros dos también ejercen el oficio, pero en pueblos cercanos.


Todos ellos comprenden la fogosidad de su padre y si no le imitan es solo por cuestión económica. “Los Jaramillo tenemos la sangre dulce, ese apego que nos dejó mi papá, y es que nos resulta fácil conseguir mujeres. Alguno de mis hermanos tiene dos, otros tres, yo ninguna porque requiere mucha plata ya que hay que tenerlas a todas bien, mirar por ellas”, explica Toñito. “Mi padre nos inculcó buenos principios y valores, ninguno hemos salido torcidos, marihuaneros ni maricones”.

También les dejó a varios de ellos una voz portentosa para acompañarlo con su grupo de música de son cubano que recorre una región que abarca los municipios de Fundación, Zona Bananera, Aracataca y otros que bordean la Ciénaga Grande.

“Uno las quiere por igual a todas”, explica el patriarca, para añadir que entre ellas se respetan, no hay celos o, por lo menos, no muestran las uñas ni le hacen reclamos por sus ausencias. “Se han juntado solo a rezar, en sepelios, pero no se conversan”. Tampoco él exige tanto, le basta con que cada una respete el espacio de las demás.

Los hijos, por el contrario, lejos de estar distanciados, se consideran hermanos unidos; hablan de los Jaramillo con orgullo, se quieren y ayudan. Hay tres Antonios –El casi largo, Toñito y Toño el policía–, dos Marcelinos –El pobre y El rico– y medio santoral masculino y femenino para los demás.

“Vaya y pregunte por ahí, todo el mundo nos conoce”. Incluso el padre del clan compuso una canción que sirve de advertencia para los maridos cautelosos:
“Cuidado, cuidado, que viene Toño, se la arrebata (la esposa) y más nunca la vuelve a ver”.


Tampoco les convenía perder de vista a Pedro Terán, otro galán y juerguista empedernido. Al cumplir los ocho años ya tenía gallos de pelea, una pasión que el pasar del tiempo no ha menguado. Lamenta que su afición esté decayendo, como las parrandas de varias jornadas de doña Juana y tantas otras costumbres costeñas que Cien años de soledad difundió por todo el planeta.


“Yo tuve los mejores gallos de la región, Patapalo, El chino, Mike Tyson, al que llamé así porque mataba de una sola mordida, era un gallo asesino, y aún tengo muy buenos”.


Los que le quedan los mantiene como a niños mimados en el patio de su casa de Aracataca, protegidos por matas y árboles del calor que abrasa el pueblo, cada cual en su jaula. Les dedica palabras cariñosas, los alimenta bien, los entrena con guante de seda, les corta las plumas como un peluquero de salón. Ahora hay no más de cinco o diez, pero llegó a contar con cincuenta cuerdas, como llaman a los corrales, lo que significa que superaban con creces el medio centenar de animales. Su cuerda, “que es como decir su hierro en los toros”, se llamaba La Campeona.

Con algunos de sus 39 hijos


En la novela de Gabo, José Arcadio Buendía debe abandonar su pueblo natal, la razón para fundar Macondo, después de matar a Prudencio Aguilar, un gallero soberbio que lo humilla ante todos en venganza porque su animal salió derrotado en una pelea. El patriarca le atraviesa la garganta con una lanza, en respuesta a su afrenta. A Pedro Terán, que conoce bien la novela, siempre le pareció lógica esa reacción.

“Es que en esto de los gallos se celebra y no se le mama gallo a nadie porque si no, puede haber muertos. Un día un gallero que había ganado una pelea, principió a mamarle gallo al rival. El perdedor inició a sacar el revólver, pero lo calmamos. Otro día el hijo del negro Morón, un conocido, mató a un pelao porque le dijo antes de la pelea: ese gallo tuyo te lo gano, lo que fue cierto, y al terminar lo buscó para decirle: ‘Te dije que el gallo mío mataba al tuyo’. El hijo de Morón no se aguantó porque no le gustaron esas palabras y lo mató. Luego la guerrilla, que andaba entonces por acá, le quemó las cuerdas (corrales) con unos cuatrocientos gallos”.

En su época de gloria, Pedro Terán caminaba erguido, ufano, era un parrandero inagotable, bebedor sin fondo, cantante enamorador. “Yo caminaba elegante, vestía botas finas, un sombrero que parecía un coronel, camisa buena. Me lucía el uniforme, me rozaba con los grandes, me respetaba y me conocía todo el mundo”, recuerda con nostalgia. “Los gallos son como los toros, mueren en su ley. Y los galleros como los que tienen toros de lidia, tipos honestos en su vaina. Antes se decía ‘palabra de gallero’ porque eso valía, los gallos eran solo para gente honesta, no había bandidos”. Pero hoy día la afición se desvanece como agonizó por lustros la gloria de los Buendía.

Tampoco hay ya noticias de mujeres que dieron a luz bebés con cola de iguana, que no de cerdo, como aseguran en la comarca que ocurría cuando se casaban entre familiares. Apenas quedan unas pocas mansiones decrépitas en Ciénaga y en la Zona Bananera, decoradas por los escasos muebles foráneos que la decadencia no arrastró hacia anticuarios bogotanos; igual ocurre con el tren, destinado en exclusiva a transportar carbón de las multinacionales que sustituyeron a las grandes bananeras. Incluso la Ciénaga Grande agoniza por la depredación humana y el caserío Macondo, la antigua finca con la que Gabo bautizó su pueblo inmortal, languidece envuelto en la pobreza que asola la región, la misma que enterró a un territorio de ficción que fue más real que leyenda.




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